Hace relativamente poco tuve una acalorada discusión con algunos de mis amigos en torno a la aclamada “Slumdog Millionaire”, ganadora del Oscar por mejor película entre otros. Para la gran mayoría de la crítica, dicha película era clara merecedora del galardón, por un sinnúmero de razones; sin embargo, a mí nunca me termino de convencer, y hasta la fecha sigo siendo de la opinión que es una obra totalmente sobre apreciada.
Ahora bien, no les voy a mentir, yo no soy ningún experto en el 7º arte; y no pretendo serlo. Yo no puedo argumentar sobre los logros de fotografía, o la adaptación del guión; ni mucho menos del uso de espacios y la dinámica de las escenas. Pero a mi gusto, la película no tiene mucho de sobresaliente.
En general, si creo que es una buena obra cinematográfica; pero no más. Para mí, hay un punto clave que define la calidad de una tarde en el cine. Hay un elemento importantísimo que me permite darme cuenta cuando una película ha valido la pena y es digna de recordarse. Es a partir de esto que evaluó otros aspectos en torno a lo que observo en el cine. A lo que me refiero es a los sentimientos que me produce una película, su naturaleza y el tipo de pensamientos que estos evocan en mí.
Como una gran mayoría de la gente, mi vida es ordinaria. Los sentimientos que vivo día a día son 100% reconocibles. No tengo mayores conflictos existenciales, ni batallas contra el destino. El mundo no depende de mí, y pocas semanas estoy realmente al borde de la muerte. En pocas palabras, mis sentimientos son tan extraordinarios como las situaciones que vivo.
Cuando veo una película que me desliga de ésta realidad común, que me deja involuntariamente inmerso en un plano diferente al de mis existencia, que me produce un movimiento de emociones inusuales y diferentes; es cuando me doy cuenta de la calidad de ésta.
Cuando logro reconocer los personajes como posibilidades y empiezo a entender su comportamiento; cuando me identifico intelectualmente con sus conflictos y tomo partido a favor o en contra de sus vivencias; es cuando me doy cuenta que lo que estoy viendo vale la pena.
Esos sentimientos y emociones que se producen en mí pronto se transforman en pensamientos y reflexiones. Dan paso a nuevas líneas y caminos en mi conciencia, y aunque sea por solo 120 minutos; puedo vivir y analizar situaciones que muy probablemente nunca experimente en la vida real. Es por estos factores que se que no estoy viendo una película ordinaria.
Si al final de la proyección aún me encuentro conectado intelectualmente con los temas de la película, sus situaciones o sus personajes; si cuando llegue a mi casa voy a seguir intentando descifrar las motivaciones y la razón de los escenarios mostrados; eso para mí, quiere decir que presencie una muy buena película.
Y lo anterior es cierto para el caso de libros, series e incluso videojuegos. Si al final no me quede con nada, la película no es más que una obra más para “pasar el rato”. Y para mí, eso fue “Slumdog Millionaire”. Sus temas cliché y personajes exagerados; su tensión artificial y flujo inverosímil; su amor de cuento de hadas y su final deus ex machina la colocan lejos de ser una excelente película.